jueves, 2 de junio de 2011

Sabrás que te quiero



Quizás se conocieron por casualidad, si es que tal pueda ocurrir en la internet. Ella, de nombre Gretel, dijo ser espía alemana; él, de nombre Bond, agente secreto de la reina. El, un hombre maduro; ella una muchacha, según se apreció en las fotos que se enviaron. Gretel buscaba información para los nazis; Bond, ya se sabe, disfrutaba con la compañía de hermosas mujeres, así que no esperaba más. No supieron de quién fue la idea, pero la clave secreta para evitar suplantaciones de identidad quedó pronto establecida: aparecía la foto de Bond y la leyenda: “Mírame a los ojos cariño”. “Para que sepas cuánto te quiero”, contestaba Gretel y su imagen se dibujaba en la pantalla.



Durante meses Bond fue tomando el control, aunque no siempre resultó fácil vencer los pudores de esa jovencita, como cuando le exigió el envío de fotos audaces en las que lucieran a plenitud sus encantos; ella se negó y él, en represalia, interrumpió los contactos una semana hasta que apareció en la pantalla la consabida frase y la anhelada fotografía de ella en actitud provocativa. Los juegos eróticos fueron más fáciles, pues una Gretel domeñada obedecía sin chistar las instrucciones que los llevaban al clímax; esclava fiel, se tocaba aquí, se pulsaba allá, hasta que la excitación los vencía y ponían fin abruptamente a las transmisiones.



Gretel dijo poseer un secreto que permitía a la pareja alcanzar el éxtasis de los dioses, pues a una oleada de placer le sucedían otras cada vez más fuertes, hasta que uno temía morir en pleno gozo. Bond quiso conocer más, pero Gretel fue implacable: esas cosas se hacen, no se dicen. Presa de la curiosidad Bond propuso un encuentro personal; esa vez fue ella quien cortó la comunicación durante una semana, pero cuando volvió a buscarlo él supo que había ganado la partida. Bond se encargó de todo: un sitio de lujo que garantizaba absoluta discreción, pues era utilizado por políticos y por mujeres casadas, de alto nivel social. Media hora antes de la cita Gretel recibió un mensaje escueto: 1025, decía. No necesitó más, dejó el auto cerca del hotel, bajó por la rampa que llevaba a un estacionamiento en penumbra -para tranquilidad de los huéspedes- y abordó un discreto elevador que la llevó directo al décimo piso. La puerta estaba entornada, ella se asomó a la habitación, el hombre -lucía mayor que en las fotos-, le dijo: “Mírame a los ojos cariño”. “Para que sepas cuánto te quiero”, contestó ella -con tímida voz y mohines de niña-, pero ya sus cuerpos se fundían en un beso doloroso y un urgente abrazo, mientras se arrancaban con desesperación las prendas; sin embargo, fue Gretel quien llamó a la cordura, pues si se dejaban llevar por sus ansias no llegarían lejos. Bond comprendió que había perdido el comando de las acciones, pero no le importó. Gretel lo recostó y con cintas rosas sujetó a la cama los brazos y las piernas de Bond. Vendó sus ojos con un listón negro y empezó a pasar un hielo por su rostro y por su pecho, luego, con inusitada destreza lo fue llevando del umbral del dolor al placer y otra vez al dolor, para volver al principio que es el fin, mientras una oleada sucedía a otra y hacía temer a Bond que en ese interminable frenesí se le iría la vida.



Recuperada la calma, Gretel retocó sus labios con carmín, ajustó la pañoleta y con los lentes oscuros en la mano acercó su rostro al de Bond para decirle en un susurro: Mírame a los ojos cariño... pero él no respondió, sus ojos fijos parecían ver hacia dentro de sí mismo, y una soga atada fuertemente en torno a su cuello hacía suponer que tal vez Bond no volvería a mirar a nadie.


viernes, 22 de abril de 2011

Evocación.

Llegó hasta la tienda, apartó con decisión los pliegues arrugados de la tela y penetró en ella; quedaban atrás la inmensa noche del desierto y sus estrellas; cargaba sobre el hombro un cántaro de vino, traía también un poco de pan sin levadura, esencia de sándalo, ungüentos y perfumes.
Él la miró sorprendido bajo la tenue llama de la cera y aunque ella traía cubierto el rostro con un velo, pudo adivinar que tras los verdes destellos de sus ojos se ocultaban las siete penas y los veinticuatro sufrimientos. Ella lo miró angustiada, comprendió de pronto que tras esa mirada de animal enloquecido se encontraban agazapadas la tristeza, los doce miedos y las tres personas.
Una ráfaga de viento enmudeció la cera. Ella tomó sus bálsamos y se acercó a él, humedeció su frente aún sin abrojos y después, con mano conocedora del oficio, lo fue despojando de su ropa. El, con mano insegura y temblorosa, liberó la negra cascada de su pelo.
Comieron el pan, tomaron del vino; ella bebió la fuente cristalina de sus ojos, él probó la savia perfumada de su boca; él humedeció en el vino las yemas de sus dedos y con infinita ternura fue marcando senderos luminosos en su cuerpo; subió a las suaves ondulaciones de los senos, sintió ponerse duro el tejido al contacto de los dedos; bajó a la levedad del vientre y supo, al fin hombre del desierto, que el oasis habría de estar cerca de donde crecen los líquenes, los musgos, las palmeras...
Llegó con ansia a los veneros, sació su sed; sintió la proximidad del mar, se enredó entre sargazos y corales, dejó llevarse por el ritmo de las olas y antes de que la noche tocara fin depositó la semilla del perdón entre la arena.
No había cantado por tercera vez el gallo cuando ella tomó sus cosas y se marchó ligera, él no volvió a verla, no la buscó ni volvieron a encontrarse, tan sólo la vio llorar a lo lejos aquella tarde interminable del calvario.

viernes, 15 de abril de 2011

La otra versión.

Dios ha muerto, firma: Nietzsche, año de 1884.
Nietzsche ha muerto, firma: Dios, año de 2010.

En el principio era el fin, entonces Dios dijo: hágase la oscuridad sobre la faz de la tierra… y la oscuridad se hizo y esa gran lumbrera a la que los hombres llamaban sol desapareció en el firmamento, llevándose consigo los días y el recuento de las cosas, de los años y las horas. El Señor concluyó que la oscuridad era buena pues encerrábanse en ella la maldad, la traición, el odio, el crimen, y se regocijó. Luego mandó: dejen de brotar de la tierra la hierba, la vegetación que dé semilla, los árboles que lleven fruto, según sus géneros y marchítense las flores. Y todo aconteció según lo ordenado.
Dios pasó a decir: desenjámbrense las aguas de seres vivos; los aires, de toda fauna que vuele sobre ellos; y desaparezcan de la tierra las almas vivientes, según sus géneros. Y se extinguieron los seres humanos, también los animales domésticos, las fieras salvajes y las criaturas silvestres. Después, procedió a convocar a las aguas para que se expandieran hasta ocultar las miserias que había sobre esas franjas secas que en su momento se conocieron como tierra. Cuando vio que aquellas aguas negras, diabólicas, fosforescentes, yermas de vida, cubrían todo, se regocijó con su trabajo y pasó a decir: hagamos al nuevo hombre. Tomó un poco de arcilla, la modeló, sopló por su nariz para insuflarle vida y extrayéndole una costilla procedió a crearle una compañera a la que llamó mujer, porque era hueso de los huesos y carne de la carne de aquel ser. Entonces los vio a los ojos y con asombro descubrió odio en su mirada, comprendió que eran malos, pendencieros, pérfidos, egoístas, ambiciosos, traidores, capaces de mentir, de robar y de asesinarse el uno al otro; sonrió satisfecho con su obra, pues los había hecho a su imagen y semejanza.
Decidió descansar, depositó junto a él su báculo y concilió el sueño. Apenas vieron lo anterior el hombre y la mujer se reunieron en secreto conciliábulo para dilucidar cómo podrían apoderarse de ese cetro que los convertiría en dioses, pues de él parecían dimanar todo el poder y la magia de su amo. El, por ser más fuerte, cargó una enorme roca que dejó caer sobre la cabeza de su Señor, quien no alcanzó a despertar ya nunca. Tomaron el cayado, lo dirigieron hacia los cuatro puntos cardinales, ordenaron que las cosas volvieran a su estadio natural; vieron el primer amanecer de la tierra, se deslumbraron con tanta maravilla, tiraron el cetro y desnudos -como vinieron al mundo-, dispuestos a disfrutar las delicias de la vida, se internaron en un enorme jardín al que llamaron Edén, que se ubicaba al este del Paraíso… dicen.


miércoles, 13 de abril de 2011

Mírame a los ojos cariño.

Mírame a los ojos cariño para que sepas cuánto te quiero, le dijo con voz trastabillante aquel gorila. Enredó los dedos en su cabello y con fuerte jalón lo obligó a verlo a la cara. Se le acercó con su aliento apestoso a alcohol y a marihuana y le plantó un beso en plena boca, ante la risa torva de los torvos guarros que lo sujetaban y le impedían cualquier movimiento, recargado al costado de aquella camioneta de lujo. Mírame a los ojos cariño… volvió a repetir en tono burlón y luego, como si sufriera una súbita transformación empezó a golpearlo en el estómago con toda la furia de la que era capaz. Y él ahí, como si estuviera en el set o viendo una película o contemplando algo que ocurría a otra persona, vomitando, boqueando como pez fuera del agua. Y ahí el grito de la muchacha suspendido en el aire, diciendo que no, que no le hicieran daño, que lo soltaran, infelices, qué se habían creído, él no tenía la culpa, en todo caso la responsable era ella, que le pegaran, que la mataran a ella, hasta que uno de los guarros se cansó de tanto grito, la abrazó por detrás y en vilo la subió a otra camioneta que aguardaba con el motor andando, y el rugir de la máquina y el rechinar de las llantas mientras la camioneta se dirigía veloz hacia la salida del estacionamiento del hotel, vacío a esa hora de la madrugada. Luego otra vez, muchas veces, mírame a los ojos cariño, como si fuera el estribillo de una canción y los repetidos golpes al estómago seguidos de aquel vómito verde, con amargo sabor a bilis, a pesar de haberles dicho quién era él y el grave error que estaban cometiendo, lo que podría ocurrirles una vez que la cadena televisiva supiera lo que le habían hecho. Nos vale madres, te vas a morir cabrón, le repetía el gorila que no dejaba de golpearlo, no sabes en la que te metiste, te tiraste a la novia del patrón y eso no se lo permite a nadie, ¿me oíste?, a nadie. Luego la risa torva de los tres gorilas y aquel sujeto con sus dientes de oro, lentes oscuros a pesar de la hora, lleno de esclavas y de pulseras que retintineaban a cada puñetazo. Y a cada rato los jalones de cabello que lo obligaban a ver de frente a aquel sujeto, lo que lo llevó a descubrir la gruesa cadena de oro que pendía de su cuello con el dije de un cuerno de chivo a escala. Te vas a morir cabrón, te vamos a arrancar el pito y te lo vamos a meter en la boca, luego te cortaremos la cabeza y la tiraremos en Paseo de la Reforma para que vean lo que ocurre a los que se atreven a meterse con la amante del jefe. ¿Te das cuenta, qué necesidad tenías pendejo, habiendo tanta mujer guapa? Y él rezando, pidiendo a Dios que lo salvara, que ocurriera un milagro, que apareciera el equipo de seguridad del hotel y lo rescatara. Carajo, pero cómo era posible que a pesar de los gritos ningún guardia se hubiera presentado para ver al menos qué pasaba, y eso que era un hotel de cinco estrellas, por no decir caro. Lo soltaron, cayó cuan fardo al piso. Prendieron una colilla de marihuana y se desentendieron de él, como si de pronto hubiera dejado de importarles, mientras el tipo que lo había golpeado se sobaba los nudillos y ante la pálida luz del lugar se revisaba la mano, temeroso de encontrar alguna fractura. La brasa de la colilla, como si fuera una luciérnaga, acentuaba su brillo en la penumbra mientras pasaba de una a otra de las sombras que en silencio se la disputaban. Desesperado comprendió que sus posibilidades eran mínimas así que decidió aprovechar la momentánea distracción de sus captores. Sin que se dieran cuenta se puso en cuclillas, jaló aire, lo detuvo en sus doloridos pulmones que parecían arder al contacto del oxigeno y como resorte salió disparado hacia la entrada del garaje del hotel. Escuchó cómo al eco de sus pisadas se unían otros pasos y a ellos se sumaba el sonido de la marcha del vehículo. Llegó a la esquina, giró en sentido contrario al tránsito de la avenida con la esperanza de evitar que lo siguieran en el auto. Llegó a otra esquina y volvió a repetir la operación, luego a otra y sabe Dios a cuántas más, mientras sentía que el corazón amenazaba con escapársele del pecho. Sorprendido descubrió que los únicos ecos que se repetían por las angostas callejuelas eran los de sus pasos. Aminoró la marcha, se detuvo por completo. Contuvo la respiración para escuchar mejor si en verdad habían dejado de seguirlo. Dio gracias a Dios, jaló todo el aire que pudo para tratar de normalizar su respiración. Se preguntó cómo era posible que se hubiera metido en ese lío que no alcanzaba a comprender bien a bien, todavía. Caminó hasta la siguiente esquina y al tratar de cruzar la calle sintió una veloz sombra negra que se le venía encima y estaba a punto de arrollarlo. Se abrieron las portezuelas, bajaron los tres gorilas y antes de que pudiera reaccionar ya lo tenían sujeto una vez más por los brazos. El chofer, quien parecía estar al mando, todavía con la colilla en la boca, le dijo: no jodas haces correr a mis muchachos, con lo gordos que están qué tal que se me infartan. Eres un mal nacido, a pesar de lo bien que te hemos tratado nos pagas con ingratitud y tratas de hacernos quedar mal, ¿te imaginas lo que hubiera pensado el jefe? Luego, para que no quedaran dudas de lo que podría ocurrirle si intentaba escaparse de nuevo, se quitó el cigarrillo de la boca y lo apagó en el antebrazo de aquel infeliz, quien incapaz de soportar el dolor y la impresión del olor de su carne quemada soltó un terrible grito que resonó en la soledad de aquella madrugada, mientras por su rostro corrían gruesos lagrimones.

         Arrancó la camioneta. Como si se tratara de algo que acontecía a lo lejos escuchó la voz del chofer reportándose por radio con su jefe. Ya está señor, qué hacemos. Desháganse de él -contestó la voz de la radio-, pero ojo, no quiero escándalos, le prometí al señor Secretario que nos portaríamos seriecitos, nada de ráfagas de ametralladoras por las calles, ni cadáveres con el tiro de gracia, o cuerpos decapitados o quemados en tambos, ya saben cómo es de amarillista la prensa, luego inventan que es una venganza, que los del Golfo o los de Juárez invadieron nuestro territorio, y al rato todo el mundo pidiendo mi cabeza. No, el compromiso es serio, la seguridad nacional es un reto compartido. Desháganse de él discretamente. ¿Discretamente? Sólo que lo soltemos. No seas pendejo, el que me la hace me la paga cabrón, ¿pues qué no te habías dado cuenta? Miren, llévenlo por la carretera de Toluca, ahí por Salazar pasa un convoy de ferrocarril a eso de las cuatro de la mañana. Se meten por la brecha, buscan el punto en el que la cruza la vía, se estacionan donde no puedan ser observados por el maquinista y puedan retirarse discretamente. Antes lo empedan, le dan harto tequila, luego lo madrean bonito, pero sin golpearle la cara, lo dejan medio muerto sobre las vías, esperan hasta que escuchen el ruido y vean la luz del tren, se suben a la camioneta y cuando haya pasado el convoy se retiran con las luces apagadas para que nadie los vea, ya en la carretera actúan normal, como si nada hubiera pasado. ¿Me entienden? Me responden con sus vidas si algo sale mal, así que ándense con cuidado. Cambio y fuera.

         No podía creerlo, seguramente el tren desfiguraría su rostro y destrozaría su cuerpo. El, el actor de moda, el galán de la más famosa telenovela de los últimos cuarenta años arrollado por el tren. El, el cantante de cuatro discos de oro, el rey de los palenques asesinado por un error, por un mal entendido. Sintió que un frío sudor recorría su columna y empezaba a tiritar de miedo tan solo con imaginar el despliegue televisivo y periodístico que darían a su muerte y la de malos entendidos y habladurías que ocasionaría la forma en que pretendían eliminarlo. Habían terminado de grabar los últimos capítulos, en los foros de San Angel, la compañía quería ir a celebrarlo, pero estaba harto de tanta niña plástica y de tanto inútil adulador que lo rodeaba, así que cortésmente se despidió y decidió ir a celebrarlo por su lado y por su cuenta. Recordó que en San Jerónimo había un bar en donde se tomaban buenos tragos y se bailaba a gusto. Era un lugar oscuro, así que en la penumbra era poco probable que alguien lo identificara, pues estaba harto de no poder tener vida privada y tal vez con un poco de suerte pudiera conocer y hasta ligar a alguna muchacha normal, alguna cuyos besos no supieran a colágeno y sus pechos o sus caderas y sus piernas no tuvieran la perfección del silicón. Ofreció una buena propina para que le dieran la mesa más oscura, ordenó un escocés en las rocas y se dispuso a contemplar la decoración del lugar que simulaba la cubierta de un barco pirata, con sus mástiles, su cordelamen y los meseros con barbas y bigotes postizos, arracadas en las orejas, paliacates cubriendo sus cabezas y hasta alguno que otro con pata de palo y garfio. Un grupo de música alegraba el ambiente y las parejas se fundían gozosas en la pista. De pronto la descubrió, o tal vez fue ella quien hizo que él la descubriera. Era una muchacha normal, nada espectacular, sin piernas o pechos o caderas del otro mundo, pero su sonrisa y la forma en que lo miraba lo compensaban todo. Bailaba con otra muchacha y sus movimientos provocativos le daban una cachondería imposible de encontrar entre las mujeres plásticas con las que compartía el foro y la cama. Ella, sin dejar de verlo, supo que había llamado su atención así que se despidió de su amiga y con paso sensual se dirigió hacia el artista quien comprendió que la muchacha no lo había identificado, por lo que dudaba entre seguir guardando el anonimato o descubrir su verdadera personalidad, a riesgo de que se le desmayara, pensó sin recato.

         Hola, le dijo, soy Titania, espía de la Cuarta República Francesa, estoy tratando de salvar a unos maquis perseguidos por los nazis. ¿Titania?, pero si no es nombre francés. Cállate, no grites, ya te dije: es mi nombre secreto. Yo soy Valentino y (estuvo tentado de decirle) tienes quince segundos para desmayarte. ¿Valentino? No juegues, no asumas identidades ñoñas y anabólicas, tú eres un hombre. Eres Bond, James Bond, agente secreto de la reina, lo supe cuando te vi agitar los hielos de tu whisky. Después todo fue bailar y la insinuación de mil maravillas que podrían ocurrir entre una espía francesa y un agente inglés cuyos cuerpos parecían fundirse al compás de aquella música. Más tarde la presencia de unos guarros y su insistencia en verlo con malos modos no pudo pasar desapercibida ni para Bond que sólo tenía ojos para Titania. ¿Esos guarros? No te preocupes, son nazis autóctonos, me siguen adonde voy, pero son perros que ladran. Es que, ¿sabes?, no quieren que te enteres de los secretos de mi cuerpo, así que si quieres conocerlos tendremos que deshacernos de ellos. No tengas miedo. Bond: ¿tienes miedo? Llévame adonde podamos estar a solas, no te vas a arrepentir, te lo prometo. Mira, voy a ir al tocador y como ya saben que no pueden dejarme sola se van a ir tras de mí, aprovechas y pagas la cuenta en la propia caja para no perder tiempo, pides tu auto y me esperas con el motor encendido, yo haré que pierdan al menos unos segundos, después me llevas a tu guarida y haces conmigo lo que quieras, mi amado Bond. Salieron como alma que lleva el diablo sin que aparentemente los persiguiera alguien. Bond pensó que los hoteles de la carretera a Cuernavaca podían ser peligrosos, así que decidió llevarla a un buen hotel, llegaron al periférico, escogió el que parecía más elegante y seguro. Pensó qué nombre utilizaría para registrarse, pero le dijeron que a esa hora no acostumbraban llevar control, le darían una buena suite con la condición de que la desocuparan antes de que amaneciera. Se amaron, se amaron largamente, sin prisas, Bond descubrió que hasta ese momento no había conocido lo que era en verdad ese sentimiento, esa pasión. Era de madrugada cuando dejaron la habitación y entre beso y beso, risa y risa llegaron al estacionamiento. Lamentablemente ahí los esperaban los guarros, venían en dos camionetas de gran lujo y si a los tres que estaban de pie se sumaban los choferes, debían ser al menos cinco. Dos de ellos se interpusieron entre la pareja, dos lo recargaron contra un auto mientras otro lo golpeaba una y otra vez, sin mostrar la menor piedad. A ella, cuando empezó a gritar y a pegarles la subieron a la fuerza en una camioneta y a él, un poco más tarde, en otra. Ahora se dirigían hacia la carretera de Toluca y si no había perdido el juicio con tanto golpe sus posibilidades de supervivencia eran mínimas. La carretera de Toluca, la conocía bien, la había recorrido decenas de veces. Había una posibilidad, una mínima posibilidad que empezó a explorar antes de rendirse. Estaba la curva ciega que se encuentra poco antes de Cuajimalpa, aquélla que inicia torciendo hacia la izquierda para de improviso girar cerradamente hacia la derecha y que era famosa por la cantidad de volcaduras que ahí se producían. Venían rápido pero se verían obligados a disminuir la velocidad bajo riesgo de sumarse a la estadística de accidentes. Esperaría a que la curva torciera hacia la derecha para abrir la portezuela y dejarse caer, aprovechando la fuerza centrífuga era probable que lograra evitar que lo atropellaran las ruedas traseras, ya en el pavimento rodaría por los carriles que vienen en sentido contrario y si todo salía bien y no era arrollado por algún vehículo que fuera con rumbo a la ciudad, podría llegar hasta la cuneta y ya ahí meterse por el tubo que cruzaba por debajo de la carretera, que servía para llevar las aguas de un pequeño arroyito. Los tipos venían relajados, se iban pasando una botella de licor envuelta en una bolsa de papel de estrasa y seguían compartiendo su inevitable bacha de marihuana. Dos venían adelante y uno más a su lado derecho, en el asiento trasero, quien por cierto parecía dormitar a ratos. Poco antes de llegar a la curva encontraron a un tráiler que se desplazaba a gran velocidad por el carril de alta. El guarro hizo el cambio de luces para pedir que le dejara libre el paso pero el trailero lo ignoró y siguió empecinado su camino, así que se vieron obligados a rebasarlo por el carril de baja. Al entrar a la primera parte de la curva un tráiler con doble caja que se desplazaba lentamente los obligó a cambiarse de carril. Disminuyeron su velocidad, empezaron a girar hacia la izquierda y cuando la curva empezó a cambiar rápidamente de dirección comprendió que había llegado el momento, se encomendó a Dios, una completa oscuridad de la carretera le dio la esperanza de que al menos no moriría atropellado pues no venía nadie en dirección contraria. Aprovechó que la fuerza centrífuga lo empujaba hacia la portezuela, jaló la manija y se dejó caer con todas sus fuerzas, todavía pudo escuchar como el macuarro de atrás le decía al chofer. ¡Pérate, pérate, párate carnal que se nos pela este cabrón! Al empezar a rodar vio las luces del tráiler que se desplazaba a gran velocidad atrás de ellos y que por lo cerrado de la curva no podía verlos. Escuchó el agudo chillar de las llantas al frenar bruscamente y un impacto de fierros y de cristales rotos en el momento en que el tráiler arrollaba a la camioneta, luego la explosión del tanque de gasolina pareció dejarlo sordo y una lluvia de fuego lo cegó unos instantes. Llegó hasta la cuneta, se revisó el cuerpo, estaba bien, algunos raspones y golpes en la cadera y en los hombros que le dolerían durante semanas, pero estaba vivo. Los pocos autos que circulaban por la carretera en ese momento se detuvieron tratando de auxiliar a los gorilas. Alcanzó a ver a gente que, nerviosa, gritaba y corría con extinguidores con el inútil afán de acabar con aquel fuego. Una pareja que venía en su auto lo descubrió caminando aturdido sobre el asfalto de la carretera. Lo reconocieron de inmediato y le preguntaron si era una filmación o podían ayudarlo. El les dijo que por favor lo llevaran hasta su hotel. Entró al oscuro estacionamiento, arrancó el auto y salió lo más rápido que pudo, pues temía que vinieran a buscarlo. Decidió que era mejor no ir a dormir esa noche a su casa hasta que supiera lo que había ocurrido con los guarros que lo habían secuestrado. Se fue a un hotel de Polanco y se registró con otro nombre. Pasó la noche en vela, impresionado por lo que le había ocurrido en las últimas horas y en espera del noticiero de la mañana para enterarse de la suerte que habían corrido sus captores. Cambió de canal, nada, parecía que la noticia había ocurrido fuera de los horarios de cierre de los noticieros. Sintonizó la radio, nada tampoco. Fue y compró los principales periódicos de la ciudad, nada, como si lo hubiera soñado. De no ser por los dolores que tenía en todo el cuerpo y por la inmisericorde quemada de cigarro que llevaba en el antebrazo izquierdo podría jurar que lo había imaginado. Se decidió entonces, abordó el auto y se fue a la carretera de Toluca, dejó el carro en el acotamiento, más allá de la cerrada curva, buscó pedazos de metal, de plástico o de cristal que confirmaran el sitio exacto del accidente, sin encontrar nada, sólo un tramo de pavimento sensiblemente más oscuro parecía ubicar el lugar de la explosión y del incendio. Recorrió la curva en ambos sentidos y nada. Se dirigió a su auto y sorprendido vio las luces de la torreta de una patrulla de caminos que se había estacionado atrás de su auto. El oficial lo recibió con mala cara, reconoció entonces al artista y lo reconvino amablemente. No es por nada jefe, pero su auto puede ocasionar un accidente, ¿no ve que la curva esa está regacha? Aprovechó el comentario para decirle que la noche anterior, viniendo de Toluca, había visto un terrible choque y una camioneta había explotado. ¿Cuál, joven? Contestó el agente, si aquí no ha pasado nada, yo soy el responsable de este tramo del camino y mi turno dura veinticuatro horas, estuve estacionado aquí anoche, cerca de donde está ahora su carro. No, yo creo que lo soñó, aquí no pasó nada, y oiga joven, pues no es por nada y no me lo tome a mal, pero, ande usted, no sea malito, déme un autógrafo para mi vieja porque no me lo va a creer. Luzma, se llama Luzma, dígale algo bonito, aquí, aquí mi jefe, en el block de infracciones, pus dónde más mi jefe.

         Se fue al hotel, llegó a recepción y preguntó por el gerente. Anoche me quedé aquí con una mujer, le dijo, quisiera ver los videos que toman sus equipos de seguridad para ver si la reconozco. ¿Cómo cree patrón? Le dijo el gerente, usted no estuvo aquí anoche, ¿cómo dijo que se llamaba? Pues no lo veo. No, dijo, es que no me registré, Mire patrón, eso que me dice no es posible, éste es un establecimiento respetable, no somos, ni con mucho, un hotel de paso, tenemos cuatro estrellas reconocidas por la Guía Michelin, de Francia, diga usted si podríamos arriesgar nuestro prestigio. Fue al bar, buscó al mesero que lo había atendido, le explicó que había estado con una muchacha y unos guarros, el mesero lo vio largamente, se rascó la cabeza y le dijo: no jefe, no hay nada de eso, sabe Dios qué se habrá metido y dónde se lo habrá metido porque este es un antro serio y no admitimos que nadie consuma droga, es simplemente un lugar para bailar, tomar la copa y para ligarse a alguien y ya luego, pues luego ya cada quien se las arregla como puede y donde puede. Cansado, exasperado pensó que lo mejor era ir a refugiarse a su casa. Llegó, tomó una ducha y luego más relajado decidió entrar a Internet para ver si encontraba alguna noticia. Escuchó el sonido que anunciaba: “mensaje recibido”, no reconoció el nombre del remitente pero abrió el correo, sintió que se desmayaba y no pudo evitar que un estremecimiento recorriera su espalda y el aliento se le pusiera amargo al ver cómo aparecía claramente en la pantalla:

Mírame a los ojos cariño para que sepas cuánto te quiero

domingo, 10 de abril de 2011

Tinta invisible.

Habíamos recorrido buena parte de la enorme zona arqueológica de Egipto. Eramos mis padres, mi hermana Hanna, de 17 años, yo de 12 y mi prima Hellen de 20. Alguien dijo a padre que podría comprar a buen precio algunas piezas arqueológicas con un traficante de arte, del Cairo, y por sus angostas callejuelas nos fuimos los dos. El tipo hablaba un pésimo inglés. Tal vez para que no los distrajera me regaló algo que llamó: “tinta invisible”. Not metal, repetía, use cotton, soft, very soft; strong is bad. Pero yo no comprendía. Partimos después al Serengueti, porque eran las dos pasiones de mi padre: la arqueología egipcia y la caza de leones, aunque después le descubrimos otra: las mujeres de ojos azules y cabellos dorados, como mi madre… y tía Hellen.
Ya en casa, una tarde recordé la tinta invisible, fui al estudio, humedecí un manguillo y escribí algo, luego pasé el papel frente a la flama de una vela, pero nada ocurrió, dejé el manguillo sobre la foto panorámica de bodas de tía Sandy, a la salida de la iglesia. Una gota escurrió sobre la imagen de la tía abuela Rose, apareció de pronto un seno enorme, que a pesar del sostén parecía colgar hasta el ombligo, sorprendido vi como la humedad se iba desplazando hacia abajo y quedaba al descubierto un flácido abdomen lleno de grasa, luego la humedad fue despojándola de la falda y su ropa interior, medias y liguero, y ahí quedó desnuda frente a mis ojos la tía Rose. Descubrí que pasados 15 minutos, al secarse el papel, el proceso revertía. Hice la misma operación con Sandy, la novia, sólo para ver aparecer sus senos escuálidos y tristes, las costillas saltadas y sus huesudas piernas flacas. Comprendí que era preferible ver a la gente vestida. Revisé los cajones del escritorio, encontré una foto de tía Hellen, impaciente fui humedeciendo su torso hasta dejar frente a mis ojos los pechos más bonitos que contemplaría jamás, seguí la operación hasta dejarla desnuda; sus caderas, cintura y piernas; bueno, hasta sus hombros y brazos lucían espectaculares, sensuales y perfectos. Turbado, fui a mi cuarto, por curiosidad tomé mi foto de graduación, desnudé a Debbie, la niña que me perseguía, vi su lampiño cuerpo de charal y horrorizado prometí no volver a desnudarla, cosa que no hice, pues me casé con ella, andando el tiempo.
Recordé nuestra visita al Serengueti: un cachorro de león encontrado por padre fue atado al costado de la tienda de tía Hellen -pasé toda una tarde retratándolo-. Extraje algunas fotos del álbum y empecé el proceso, borré la tela de la tienda, apareció tía Hellen en ropa interior y al fondo la cara sonriente de mi padre; siguiente foto, Hellen se quitaba el sostén y mi padre contribuía con el calzón, aunque yo gané pues la encueré antes que ellos lo lograran. Continué: desnudos, tía y padre se abrazaban, y a cada foto crecía el afecto. Tal vez por eso no la sentí, primero percibí el aroma de su cabello, luego la frescura de su aliento. Era madre, quien con su flema y su acento británicos preguntó qué hacía despierto. Se acercó, tomo la lupa y la foto donde padre aparecía entre los brazos y las piernas de tía; sin que en su rostro apareciera un gesto de contrariedad, ni su voz denotara emoción alguna, preguntó cómo hacía para lograr ese efecto, le expliqué; ella comprendió, me llevó a la cama, antes de retirarse me besó, pidió prestadas las fotos y la tinta, pues era algo que le pareció muy divertido, dijo.
Esa noche escuché por única vez gritos y el llanto de mi madre, después padre se marchó y no regreso nunca; tampoco lo hizo tía, luego vino el divorcio y meses después la boda de padre con tía Hellen. La vida siguió, terminé el doctorado en arqueología y ahora, con Debbie y nuestros hijos Hanna de 17 y Alex de 12, nos disponemos a viajar a Egipto; ah, lo olvidaba, también nos acompaña Marie, la sobrina de Debbie, una hermosa rubia, de ojos azules y 20 años.

Los hijos del viento.

         Miró la ingente distancia que lo separaba de la meta: cien metros. El hectómetro, dirían los conocedores, aquél que haría famosos a hombres como Carl Lewis, “el hijo del viento”, por devorarlo en menos de diez segundos. Cien metros, el recorrido que marcaba la diferencia entre la gloria y el fracaso; seguir vivo o estar muerto. Aflojó su cuello, relajó los brazos y apretó las mandíbulas. Recordó, inevitablemente, sus grandes hazañas en el maratón: las tres horas con treinta, con cuarenta o con cincuenta minutos que empleaba para recorrer cuarenta y dos kilómetros; la vuelta olímpica al estadio, entre los vítores del público y la admiración de los amigos que magnificaban el esfuerzo realizado a lo largo de la ruta. Aspiró profundamente, soltó el aire de un golpe. Echó a andar el cronómetro y se puso en movimiento. Cien metros, noventa, ochenta metros… Sintió como si fuera una descarga eléctrica, el dolor clavado en las caderas. Aflojó el ritmo para que no le faltara fuerza al momento del cierre. Miro -al final del pasillo- a la gente que aguardaba. Cincuenta metros: aceptó feliz las palmadas cariñosas que recibía en los hombros y en la espalda. Treinta metros: rechazó la ayuda que gente amistosa pretendía darle. Veinte metros: sus pulmones a punto de estallar hacían que la respiración se volviera, más que difícil, dolorosa; la sangre golpeaba con fuerza sus sienes; las manos crispadas sobre el tubo de metal; las piernas doloridas parecían negarse a obedecer la férrea determinación de la mente. Diez metros: rechazó enérgico la asistencia que pretendía darle una enfermera y se negó a utilizar la silla de ruedas que le ofrecía. Cinco, cuatro, tres metros… Las piernas parecían volar, las manos vigorosas se aferraban al metal, tratando de dar mayor impulso a cada zancada y una orgullosa sonrisa se imponía sobre ese rictus de dolor que hasta hacía unos metros le aquejaba. ¡La meta! ¡Por fin cruzó la meta! Paró el cronómetro. Ansioso revisó su tiempo: treinta segundos menos que el mes pasado. Sacó de sus bolsillos un pañuelo, limpió el sudor que escurría por la frente. Secó sus humedecidos ojos. Se unió a la fila, entre los gestos de cansancio de la gente. Esperó paciente su turno. Llegó por fin hasta la ventanilla, vio el gesto hosco de la empleada, soltó brevemente la andadera -que lo sostenía- para identificarse. Firmó los documentos. Escuchó los impacientes gritos de los que venían detrás y la voz ruda de la empleada que lo conminaba a retirarse. Sonrió sin inmutarse y contempló el cheque de su pensión, como si se tratara de una medalla olímpica…

Qué tiempos aquellos.

Qué tiempos aquellos, señor don Simón, cuando el dólar costaba $12.50 y no le habían quitado los tres infamantes ceros a nuestra moneda. Qué tiempos cuando Rodolfo Gómez se impuso, en difícil recorrido, a tirios y troyanos, y ganó el maratón de Atenas. Cuando Nueva York rendía homenaje a México gracias a las piernas y al coraje de Germán Silva, de Andrés Espinosa, Salvador García, Benjamín Paredes, Isidro Rico y más tarde de Adriana Fernández. Qué tiempos los de Dionisio Cerón, campeón del mundo, de Londres y Japón. Qué tiempos cuando podíamos desempeñar los oficios con esmero, porque hoy trabajo es una palabra grave, gravísima y nómina una esdrújula que sólo encontramos en los diccionarios; cuando el pan y la leche se consumían en nuestras mesas y no eran artículos suntuarios, como ahora, que sólo los conocen -millones de mexicanos- a través de los anuncios espectaculares. Qué tiempos los de las medallas olímpicas de Ernesto Canto y el inolvidable doblete de Raúl González, las de Carlos Mercenario, Bernardo Segura, Bautista y Pedraza en los 20 ó 50 kilómetros de caminata.
Qué fue de los Kepka, de los Barrio, los Pitayo, Hausleber, los Aroche, los Vera, Colín y los Bermúdez. Qué de los veneros de petróleo que escrituró a tu nombre el diablo, qué de aquellos trenes que iban por las vías de tu territorio como aguinaldos de jugueterías. Qué del águila brava de tu escudo que se divertía jugando a los volados con la vida y a veces con la muerte, si ahora no tenemos ni una moneda que retintinee en los bolsillos.
Qué fue, qué será de ti, suave patria, qué será de tus hijos, que a pesar de lo sufrido seguimos soñándote libre y soberana, porque podremos perderlo todo, menos la esperanza; porque miríadas de mujeres y de hombres, de jóvenes y de viejos nos disponemos a volver a los establos y a las milpas, a retomar la yunta y el arado, a poblar los talleres y las fábricas con aprendices y oficiales; porque las pistas de tus estadios se llenan ya con una entusiasta multitud que se dispone a competir con los pies alados del tameme, el resonante fuelle de los pulmones del rarámuri, y el corazón enfurecido de la raza de bronce, que dijera Vasconcelos. Porque no te nos puedes morir, ni escaparte como agua entre los dedos; tú, espejo humeante, árbol calcinado por un rayo, escudo roto, chinampa que emerge entre la niebla del amanecer -en medio de un lago-, piedras dispersas de templo o de pirámide, querido México, vendido, negado, traicionado y rescatado mil veces por tus propios hijos...